8 septiembre, 2017
Por Aurelio Gurrea Martínez y Nydia Remolina
Siguiendo las recomendaciones del Comité de Supervisión Bancaria de Basilea (en adelante, el Comité de Basilea), la mayoría de los sistemas financieros alrededor del mundo han impuesto nuevos requerimientos de capital para los bancos durante los últimos años. La incorporación de estas exigencias de capital parecen estar justificadas por dos poderosos argumentos económicos. En primer lugar, los bancos mejor capitalizados permiten mejorar la estabilidad del sistema financiero al reducir los incentivos de estas entidades financieras para asumir riesgos y aumentar las reservas de los bancos para hacer frente a las pérdidas. En segundo lugar, la falta de cumplimiento de un conjunto de normas establecidas por una institución internacionalmente reconocida como el Comité de Basilea puede perjudicar la confianza en el sistema financiero de un determinado país.
Sin embargo, tal y como hemos puesto de manifiesto en un reciente trabajo cuyo resumen ha sido publicado en el Blog de la Universidad de Oxford y el Blog de la Universidad de Columbia, la implementación de los requerimientos de capital de Basilea puede no resultar económicamente deseable, al menos en algunos países. En primer lugar, como se muestra en numerosos estudios empíricos (véase, por ejemplo, Ma et al, 2013; Aiyar et al, 2014; Remolina, 2016), mayores exigencias de capital para las entidades financieras puede reducir el acceso al crédito para particulares y empresas, ya sea mediante un aumento del coste de la deuda o, en su caso, mediante una reducción del volumen de préstamos concedidos. Además, si bien esta reducción del crédito disponible puede ser perjudicial para cualquier economía, generará todavía un mayor impacto en mercados emergentes,, teniendo en cuenta sus mercados de capital son menos desarrollados y sufren mayores problemas de exclusión financiera (esto es, problemas asociados a la falta de acceso al crédito y, más genéricamente, la falta de accceso a servicios financieros). Por lo tanto, la implementación de los requerimientos de capital de Basilea puede ser más perjudicial en países donde, precisamente, se necesita una mayor acceso al crédito y una mayor inclusión financiera (Remolina, 2016).
En segundo lugar, el modelo del “one size fits all” (o mismo tamaño encaja para todos) seguido, con carácter general, por el Comité de Basilea no tiene en cuenta las características particulares del sector financiero de cada país. Y aunque la estabilidad del sistema financiero sea un objetivo prioritario de todos los sistemas financieros locales, las normas legales y contables pueden variar según las jurisdicciones, y cada sistema financiero puede tener problemas e infraestructuras diferentes.
Por mencionar problemas y situaciones diferentes durante la época de la crisis financiera internacional, sirve de ejemplo la situación de España y Colombia comparada con la de Estados Unidos. Mientras que, en Estados Unidos, el principal problema que originó la crisis financiera fue la titulización y comercialización de hipotecas subprime, la situación fue muy diferente en España y Colombia. El sistema financiero colombiano, por ejemplo, apenas sufrió la crisis financiera de 2008. Las razones fueron, por un lado, que los bancos colombianos no mantuvieron en sus balances valores respaldados por activos ni obligaciones de deuda garantizada (collateralized debt obligations en inglés) asociadas con hipotecas subprime; y, por otro lado, tampoco estaban expuestos a los contagiosos problemas financieros (o la propia falta de confianza) que se propagaron rápidamente entre muchos bancos de Estados Unidos y la Unión Europea.
En España, aunque se experimentó una profunda crisis financieras, los problemas no fueron los mismos que en Estados Unidos. En efecto, los principales problemas de la crisis financiera española fueron eminentemente locales (Gurrea-Martínez, 2013). En primer lugar, España tuvo su propia burbuja inmobiliaria. Y esta burbuja acabó estallando en el balance de las entidades financieras españolas, no sólo como consecuencia de préstamos impagados, sino también de propiedas inmobiliarias que tuvieron que deteriorarse contablemente. En segundo lugar, y de manera más importante, conviene recordar que, durante la crisis financiera española, existían tres tipo de entidades de depósito en España: (i) los bancos en sentido estricto; (ii) las cooperativas de crédito; y (iii) las denominadas “cajas de ahorro”. Técnicamente hablando, la crisis “bancaria” española no fue originada principalmente por los bancos sino por las cajas de ahorro, que fueron quienes tuvieron que ser rescatadas con dinero público. Y es que las cajas de ahorro, a diferencia de los bancos, no son sociedades anónimas que se encuentren sometidas al escrutinio de los accionistas y del mercado, sino que, jurídicamente, eran fundaciones. Y estas fundaciones no tenían accionistas, ni cotizaban en bolsa, ni estaban sometidas al escrutinio del mercado. Por tanto, los directivos no tenían las presiones ni los incentivos para velar por una eficiente gestión de la entidad. Y para colmo, las cajas de ahorro estaban gobernadas principalmente por partidos políticos. Por tanto, los riesgos de incurrir en el denominado “oveinvestment problem” (es decir, prestar dinero a entidades o personas a las que no deberían prestar) por una cuestión partidista/electoralista eran todavía mayor. En consecuencia, el gran problema del sistema “bancario” español no fueron las hipotecas subprime de Estados Unidos, y ni siquiera los bancos: fueron principalmente las cajas, y por un problema de gobierno corporativo.
Desde nuestro punto de vista, las recomendaciones de Basilea están parcialmente sesgadas hacia los problemas existentes en los sistemas financieros de los países más influyentes que forman parte del Comité de Basilea. Por tanto, las recomendaciones emitidas por el Comité de Basilea (que casi todos los países del mundo se ven obligados a implementar, ya que, de lo contrario, pueden ser castigados por el mercado), a veces no resuelven los problemas existentes en una determinada jurisdicción; y, en otros casos, puede imponer una serie de políticas que pueden no resultar necesarias, eficientes o efectivas para un determinado sistema financiero. Por tanto, estas recomendaciones de “encaje único” pueden acabar haciendo más bien que mal a un determinado sistema financiero.
En vista de los mencionados problemas, nuestro artículo sugiere tres medidas concretas para promover un sistema financiero más resistente y estable, aunque sin dañar el acceso al crédito en un determinado país y/o imponer una serie de costes regulatorios que, en ocasiones, son innecesarios, y, en otros, pueden no resolver los problemas concretos de un sistema financiero.
En primer lugar, proponemos realizar una reforma fiscal que incentive el uso del equity, con la finalidad de favorecer, en lugar de imponer, la capitalización de las entidades bancarias. En concreto, propondríamos abolir los beneficios fiscales de la deuda (al menos para los bancos) y permitir la deducibilidad de un interés implícito del capital, tal y como fue implementado en Bélgica (para un mayor análisis sobre esta propuesta, puede verse Gurrea-Martínez, 2017).
En segundo lugar, creemos que, tal y como ocurre en instituciones similares como la Organización Internacional de Comisiones de Valores (IOSCO), el Comité de Basilea debería crear comités regionales con la finalidad de tener un mejor conocimiento sobre los problemas y particularidades locales de cada país.
Finalmente, y como consecuencia de los diferentes problemas, características e infraestructuras financieras locales existentes a nivel mundial, recomendaríamos que los inversores, gobiernos, entidades financieras y agencias de calificación crediticia abandonaran la idea implícita de que la adopción de las recomendaciones de Basilea son siempre deseables para un determinado sistema financiero. En su lugar, abogamos por un análisis más profundo de las particularidades locales de cada sistema financiero. Por este motivo, la evaluación de un determinado sistema financiero actualmente basada (de manera directa o indirecta) en un modelo de “cumple o cumple” (mediante el cual los países o instituciones deben cumplir con la regulación “sugerida”, salvo pena de ser castigados por el mercado), o, en el mejor escenario, de “cumple o explica” (en el que los países o instituciones pueden cumplir con las “sugerencias” o, en su caso, explicar por qué no lo hacen) debería ser sustituido por un modelo de “aplica o explica”. Bajo este último modelo, los países e instituciones podrían “aplicar” las políticas sugeridas o, en su defecto, “explicar” por qué no lo han hecho. Sin embargo, mediante este simple cambio terminológico, quedaría claro para los participantes del mercado que, con independencia de “aplicar” o “explicar”, en ambos escenarios se “cumple”. De esta manera, se podría avanzar hacia el modelo que proponemos, basado en que analizar las particularidades locales de cada jurisdicción, en lugar de evaluar la solvencia de un sistema financiero atendiendo a un “check list” de recomendaciones que, ocasiones, en ocasiones, pueden pecar por exceso (por imponer costes regulatorios para solventar problemas que pueden no existir o no ser tan graves), y en otras por defecto (por no solventar problemas concretos de un determinado sistema financiero).