2 agosto, 2018
Por Pablo Sanz Bayón
El sector jurídico ha sido tradicionalmente renuente a los cambios. Los usos de numerosas instituciones de profesionales del derecho, sus prácticas e incluso su formación tienden a ser de un perfil conservador. Formas y modos apegados a unas estructuras conceptuales sólidas pero arraigadas en unas inercias profesionales y académicas basadas en la repetición de rutinas y modelos profesionalizantes extremadamente definidos, que en no pocas ocasiones lastran la adaptabilidad y flexibilidad de la oferta y de la calidad de los servicios jurídicos.
Las inercias, aunque sean ineficientes, siempre son difíciles de cambiar, sobre todo si no existen incentivos. El ser humano tiende a acomodarse en contextos de aparente tranquilidad y estabilidad, a protegerse en una burbuja de confort. Los juristas no son a este respecto diferentes a los profesionales de otros sectores. Lo que pasa es que el derecho es un elemento esencial de la vida política de la sociedad, por lo que si sus profesionales no son capaces de innovar, de ofrecer soluciones creativas y preventivas ante acuciantes problemas de muy diversa índole, toda la sociedad queda lastrada, asumiendo costes que perjudican el desarrollo y el bienestar colectivo.
No es éste un fenómeno particular de España ni del derecho español. Los juristas tienden a conocer la realidad una vez que ésta presenta problemas concretos, por lo que suelen ir siempre a remolque de los hechos sociales. Si no hay un problema previo, entre particulares o grupos sociales, lógicamente no habrá una necesidad de plantear una norma, de dictaminar una opinión jurídica, o en clave judicial, de emitir una sentencia que trate de resolver dicho conflicto. No se regula algo que no existe. Está en la propia naturaleza del derecho pensar y aprender la realidad una vez que en ésta surgen y aparecen dificultades prácticas, normalmente por cuestiones de reparto o distribución de derechos y obligaciones entre personas y organizaciones.
Pues bien, las razones de las resistencias a los cambios son comprensibles. En buena medida se debe a la seguridad y confianza que ello trae consigo para el tráfico jurídico en la sociedad, comenzando por los usuarios de los servicios jurídicos. Pretender que algo no cambie o suponer que tardará en hacerlo permite la prolongación de unos modos de organizarse que generan cierta inmovilidad a nivel profesional e intelectual. Basta fijarse, por ejemplo, en el predominio del papel en el sector jurídico, ese abundante papeleo que aún sigue inundando las oficinas y despachos, y que es obligatorio para la realización de numerosos actos procesales que fácilmente podrían informatizarse, digitalizarse y automatizarse. Echar un vistazo a una oficina judicial, a un bufete de abogados, a una notaría o a un registro mercantil o de la propiedad da buena cuenta de ello, por no decir de muchísimos entes administrativos que justifican su existencia en una burocracia mastodóntica. Faltan medios y voluntad política para afrontar e impulsar dicho cambio.
Por supuesto, las leyes cambian constantemente ante nuevas realidades sociales y ello implica una necesaria actualización por parte del profesional del derecho. Ante la avalancha de reformas y mutaciones normativas, el sector jurídico es el primer beneficiario, porque puede convertir esta motorización e hiperinflación normativa en la que estamos inmersos en una oportunidad de negocio basada en la nueva demanda de servicios que traen consigo las nuevas normas jurídicas. Cuantas más normas se produzcan, presumiblemente un mayor número de juristas estará trabajando con ellas y posiblemente más litigios se plantearán alrededor de su aplicación e interpretación. Es una correlación que se retroalimenta. Por ello mismo, mientras al jurista no se le fuerce a alterar sustancialmente sus esquemas mentales, arraigados en prácticas muchas veces arcaicas pero efectivas para el mantenimiento del status quo profesional y social, no tendrá mayores reparos en absorber un mayor y creciente volumen de información normativa o jurisprudencial, pues de ello se nutre su propio negocio y su crecimiento profesional, principalmente en el ámbito de la abogacía, pero también en otros ámbitos de profesionales jurídicos. En este punto temporal estamos instalados: nunca en la historia ha habido tanta legislación en términos cuantitativos, pero también posiblemente lo es en términos de baja calidad de técnica normativa. Simultáneamente, nunca antes la sociedad se ha visto en una transición tecnológica tan disruptiva y profunda como la que estamos viviendo a causa de la digitalización y automatización de procesos.
La sociedad contemporánea es hoy más compleja que en tiempos pasados, y parece que eso justifica una mayor cantidad de regulación en todos los órdenes. Lo que pasa es que esta producción normativa y el modelo profesional y educativo predominante en el sector jurídico, lejos de contribuir a la reducción de dicha complejidad, parece que lo incrementa, al estar anclados en formalismos y estructuras institucionales, formativas y lingüísticas obsoletas que impiden una modernización efectiva que reduzca de forma eficiente el coste de las soluciones jurídicas a los problemas a los que precisamente el derecho trata de responder.
Ahora bien, dicho esto, y estando como estamos a punto de iniciar la tercera década del siglo XXI, parece claro que el mundo del derecho no sólo está llamado a cambiar sus patrones de funcionamiento, sino que sencillamente está abocado o incluso forzado a ello. Las tecnologías digitales están impulsando una disrupción en las formas de concebir el trabajo, tanto entre humanos como entre máquinas, y entre humanos y máquinas. Las consecuencias en el sector jurídico serán muy profundas y las inercias actuales sólo están retrasando la adquisición de ventajas para todos, tanto para el propio sector jurídico como para sus usuarios. Cambiará necesariamente la forma de legislar y de hacer política legislativa, hacia sistemas más inteligentes y eficientes que evalúen, a nivel predictivo, el impacto normativo de las reformas que se formulan, exigiendo que sólo se legisle o reforme el ordenamiento sobre bases empíricas e hipótesis acreditadas que justifiquen su necesidad más allá de oportunismos políticos coyunturales. La ciencia de datos facilitará este trascendental cambio.
Asimismo, se impondrá la utilización de un lenguaje más claro para todos los destinatarios del derecho, lo que ayudará a su conocimiento y cumplimiento. La necesidad de la claridad del lenguaje jurídico va a estar precipitada por la creciente demanda de traducción de textos jurídicos a lenguaje informático y de programación de algoritmos y viceversa. No habrá forma de justificar prosas decimonónicas por parte de algunas escuelas del sector jurídico. Sencillamente, no nos lo podremos permitir, porque el profesional del derecho tendrá que interactuar con informáticos y máquinas y además resolver cuestiones transfronterizas con colegas pertenecientes a otros ordenamientos extranjeros, con sus respectivas tradiciones jurídicas. Todo ello requerirá un lenguaje claro y sencillo que permita una comunicación fácil, fluida y global, a fin de resolver las cuestiones sustanciales de fondo, que son las que realmente hay que atender.
También cambiará la forma de trabajar con el derecho haciendo que la tecnología digital simplifique procesos complejos y lentos en el tratamiento, producción, búsqueda, almacenamiento y revisión de la documentación. En pocos años las tareas y rutinas mecánicas que hoy ocupan a ejércitos de abogados en tantos despachos convencionales serán realizadas por herramientas de software especializado. El derecho no va a ser inmune a la robotización. Las computadoras, mediante programas de inteligencia artificial y aprendizaje autónomo, realizarán mejor y más rápido la mayor parte de los procesos y gestiones que tienen lugar en cualquier oficina actual.
En este sentido, cuando todo lo anteriormente comentado esté en fase de implementación efectiva en el sector jurídico y la utilización de las nuevas herramientas de tecnología digital sea irrevocable debido a todas las ventajas ofrecidas -lo que no tardará en suceder- nos preguntaremos por el genuino valor añadido del jurista. Nos interrogaremos sobre cuál es su función intrínseca. Sobre qué es lo que diferencia la mente del jurista de un ordenador o de un programa informático. Qué es lo que le hace valioso para los destinatarios de su trabajo. No será desde luego el hecho de producir documentos, teclear datos ni rellenar formularios o plantillas. Será más bien pensar, razonar, argumentar, revisar críticamente lo que la máquina ha generado previamente y afinar este resultado con la experiencia e intuición humanas. No hay que perder de vista que el derecho es ante todo un modo de razonar, con un lenguaje propio, cuyo fin es formular soluciones razonables y específicas a problemas complejos y multifactoriales que surgen de la sociedad. La función jurídica es una actividad cognitiva basada en el procesamiento de información para luego comunicarla por diversos cauces según los fines que se busquen (normas, contratos, escritos procesales etc.). La tecnología, por tanto, ayudará a redescubrir la esencia de las actividades jurídicas, hoy lastradas por usos y formas ineficientes, por convencionalismos institucionales que no se justifican por sus resultados prácticos.
Es momento de reflexionar sobre si estamos o no preparados para incorporar la revolución digital al sector jurídico. Una revolución tecnológica, que lejos de perjudicar al sector jurídico, va a ayudarle determinantemente porque permitirá al jurista disponer de más tiempo para pensar mejor, revalorizando su función para con la sociedad. La eficiencia del sector jurídico que posibilitarán las nuevas tecnologías digitales, tanto en reducción de tiempo como en coste de la prestación de los servicios profesionales, traerán indudablemente muchos beneficios para el conjunto de la sociedad. Es momento de prepararse, tomar conciencia e irse adaptando progresivamente al nuevo ecosistema jurídico-económico que está germinando con la revolución digital.