12 marzo, 2018
Por Pablo Sanz Bayón
España se juega mucho en esta Cuarta Revolución Industrial en la que estamos ya inmersos. Una revolución tecnológica con un sinnúmero de disrupciones y profundas transformaciones sociales y económicas. Como en toda época de cambios, amenazas y oportunidades, un país debe resituarse en el nuevo escenario global y reactivarse sociopolíticamente, teniendo en cuenta que esta vez no puede permitirse llegar con retraso, como históricamente le ha pasado a España con las precedentes revoluciones industriales, y que ha mermado su potencial de crecimiento y desarrollo, a pesar de los logros conseguidos después, que son muchos.
Si nuestros responsables políticos no saben leer el signo de los tiempos, es posible que todo el país deje marchar un tren trascendental, que es el que puede llevarnos a garantizar un sistema de bienestar social sostenible y con futuro, a través de modelos de negocio que ofrezcan empleabilidad, innovación y progreso a largo plazo. De lo contrario, si España no coge este tren o lo coge con retraso, o se monta en los vagones de cola, se encaminará hacia un intenso y grave declive, y se arriesgará a la intensificación de sus disputas y polémicas endógenas. Las actuales debilidades que presenta su demografía, su frágil cuadro macroeconómico, la falta de materias primas y recursos naturales, su dependencia energética del exterior, o sus fracturas territoriales y sociales actuales, llegarán a ser prácticamente letales si no hay alternativas ilusionantes de futuro que permitan crear confianza social, comenzando por la confianza de la ciudadanía en los poderes públicos.
A pesar de la crisis financiera, que se sigue arrastrando en los efectos de su exorbitante deuda pública (en máximos históricos) y muy alto desempleo (16,55% EPA 4/2017), España todavía sigue siendo uno de los países más desarrollados del mundo (posición 27ª en el último Índice de Desarrollo Humano, de Naciones Unidas), y cuenta con un enclave geoestratégico singular que le permite ser puente entre diversos continentes y sociedades. Además de la potencia del sector turístico (11,2% del PIB), y de otras fortalezas en importantes sectores industriales y de servicios, España aún tiene pendiente impulsar mucho más el sector de tecnología punta y la digitalización de la economía, y hacer muchos más esfuerzos para ponerse al nivel que debería con respecto a los países más avanzados de nuestro entorno (el gasto total en I+D se sitúa en el 1,19% del PIB, un porcentaje que está lejos del 2% de media que tiene la UE28).
La leve recuperación económica no se está viendo reflejada en la creación de nuevos sectores innovadores, con proyección y que permitan en un futuro el sostenimiento de una cada vez más envejecida población. Al revés, parece que la línea de actuación de la política española y de sus debates mediáticos está muy focalizada en problemas sempiternos de orden territorial y ontológico, como el de Cataluña, o en el continuo lastre de los casos de delincuencia y corrupción estructural insertada en partidos e instituciones, o en la apertura casi sistemática de disputas y mezquindades interminables sobre la financiación autonómica, que causan absurdos bloqueos parlamentarios, y en general, una inmensa pérdida de tiempo y energía en cuestiones ridículas, artificiales y costosas.
Como resultado de lo anterior, la ciudadanía y los contribuyentes pierden la paciencia y la confianza, y los problemas siguen sin solventarse eficazmente. Mientras esto ocurre, se desatiende lo que es vital y acuciante para todos en un futuro próximo. Y una de las prioridades es la creación de un entorno flexible y dinámico para la generación de trabajo y riqueza, que debe impulsarse, entre otras medidas, mediante un nuevo marco regulatorio modernizado y a través de políticas públicas y sociales adaptadas a las nuevas reglas de juego mundial. De hecho, no nos puede sorprender a estas alturas que según el Informe Doing Business 2018, elaborado por el Banco Mundial, España se encuentre en el puesto 86º en el ranking de facilidades para emprender negocios, en el 123º en el ranking de gestión de permisos administrativos para construir, en el 42º en facilidad de obtención de recursos energéticos, en el 53º en el de facilidades para el registro de propiedades, y en el 68ª en facilidades de obtención de crédito, entre otros indicadores. Todo ello hace que, en contraste con otros países de nuestro entorno, España no sea un país demasiado amable o simpático para atraer inversiones y trabajo, que a la postre es lo que se traduce en ingresos y recursos públicos.
Esta pérdida de sentido de nuestros dirigentes políticos acerca de lo que corresponde hacer en este momento tan crucial es realmente alarmante, porque una hipotética recesión podría estar a la vuelta de la esquina, y si varios de los factores que han sido favorables en la reciente fase de recuperación cambian (y todo apunta a que eso precisamente sucederá con el precio de los combustibles fósiles y los tipos de interés), puede ser que volvamos a las andadas más pronto que tarde. La vulnerabilidad actual de España debería ser un aliciente para emprender las reformas y establecer las condiciones de los nuevos proyectos de crecimiento y desarrollo. Pero para eso falta diálogo, convicción, resolución y valentía por parte de nuestros representantes políticos, cualidades que lamentablemente escasean en el actual arco parlamentario y que sólo poseen los grandes estadistas, aquellos que no piensan en las encuestas o en el cálculo electoralista para tomar las decisiones pragmáticas que realmente necesita el país, y que sepan anteponer el interés nacional a su oportunismo y tactismo coyuntural.
Por todo lo anterior, si queremos atraer talento y riqueza, y conservar los logros alcanzados a nivel colectivo, lo urgente en la agenda política debería ser el planteamiento de un ambicioso plan de reformas, para encauzar óptimamente la economía digital y los sectores más disruptivos (robótica, inteligencia artificial, biotecnología, Fintech, ciencia de datos, domótica, energías renovables, neurociencia, genética etc.). El empuje de estos sectores, el incremento de los ingresos públicos que las nuevas actividades económicas traigan consigo, contribuirá sin duda a compensar las acuciantes dificultades, como la que presenta la demografía nacional, puesto que el 18,8% de la población es mayor que 65 años y este porcentaje no hará sino incrementarse en las próximas décadas, previéndose alcanzar el 35,7% de la población en 2050. No hace falta decir que si no se hacen múltiples y profundas reformas no habrá sistema de protección social que resista esta tendencia. A ello hay que sumar la preocupante tasa de desempleo juvenil, los efectos del cambio climático (por ejemplo, reflejado en la escasez de agua embalsada, 42,12% a principios de febrero de 2018) o la creciente desigualdad (el 27,9% de la población residente en España se encuentra en situaciones de riesgo de pobreza y exclusión social). Asimismo, las medidas a tomar deben hacernos menos dependientes de la construcción y del turismo.
La educación a todos los niveles y edades va a ser la clave para afrontar adecuadamente todos los desafíos que vienen, y junto con ella un cambio de mentalidad colectiva, que aún es muy incipiente y sutil. Ciertamente, este cambio de mentalidad es ya perceptible en las generaciones más jóvenes, lo cual contrasta con los discursos de los principales grupos y estamentos políticos, que siguen estando muy anclados en los viejos planteamientos maniqueos y cortoplacistas. Afortunadamente, hay que pensar que la sociedad española, en su conjunto, es bastante mejor que sus líderes políticos y más pronto que tarde los tendrá que reemplazar, ante el callejón sin salida al que nos han abocado. La nueva clase dirigente tendrá que cumplir su principal demanda, que es comenzar a entenderse en lo fundamental de una vez por todas, formulando un plan de reformas substantivas para terminar con las arcaicas e inflexibles estructuras jurídicas, administrativas, financieras y educativas que están lastrando el potencial de un país y de sus generaciones más dinámicas y trabajadoras.
Por esta razón, resulta imperioso que la Administración Pública salga de su letargo acomodaticio e inercias decimonónicas y comience a ser parte de la solución. El sector público debe actuar para que el sector privado tenga un entorno seguro y fácil para el emprendimiento y la inversión en I+D+i, creando incentivos y condiciones objetivas que permitan la competitividad de sus productos y servicios, mejorando el posicionamiento de España en los mercados tecnológicos, que son los que más valor añadido generan y los que permitirán neutralizar los efectos de las vulnerabilidades presentes y futuras. La Cuarta Revolución Industrial puede ser una gran oportunidad para España si aprovecha bien sus capacidades actuales, que son muchas, y sobre todo su capital humano, posicionándose como un hub de referencia en Europa. Todo pasa por un cambio mental y político que no termina de llegar.